miércoles, 21 de noviembre de 2007

LOS GAUCHOS Y LA LITERATURA GAUCHESCA (II PARTE)


CONTINÚA…

Formalmente, predominó el octosílabo, herencia del romance tradicional español. No obstante la estrofa más usada fue el llamado “romance criollo”, dispuesto en cuartetas. No resulta fácil establecer la existencia de indicios de literatura de “temperatura gauchesca” anteriores a los habituales nombres de Ascasubi, Hernández y del Campo. El crítico Jorge B. Rivera ha dedicado un extenso estudio al análisis de La primitiva poesía gauchesca. En sus páginas destaca la presencia de algunas composiciones que prefiguran rudimentariamente los rasgos básicos del género: el poema del santafesino Juan Baltasar Maziel (1727-1788), titulado Canta un guaso en estilo campestre los triunfos del Excmo. Señor D. Pedro Cevallos (1777); la anónima Relación de lo que ha sucedido en la Expedición de Buenos Ayres, que escribe un sargento de la comitiva, en este año de 1778; el sainete El amor de la estanciera, compuesto al rededor de 1787; una Crítica Jocosa escrita por José Prego de Oliver en 1798; los Romances a la Defensa y la Reconquista del presbítero de Buenos Aires Pantaleón Rivarola; y la Salutación gauchi-umbona, atribuida a Pedro Feliciano Pérez Sáenz de Cavia (1777-1849) y publicada en 1821, que en opinión de Rivera prefigura toda la corriente narrativa de corte gauchesco. En un momento posterior, cabría anotar, entre 1813 y 1822, los Cielitos y los Diálogos patrióticos de Bartolomé Hidalgo (1788-1822). Su Relación que hace el gaucho Ramón Contreras a Jacinto Chano de todo lo que vio en las fiestas mayas en Buenos Aires (1822), incluida dos años después en La Lira Argentina, primera recopilación de poesía argentina, es considerada como el inicio de “la vida literaria del gaucho”. También Un paso en el Pindo de Manuel de Araucho (1803-1842); la obra periodística “gauchesca” (El Gaucho, 1830-1831) de Luis Pérez; y las Poesías de Juan Gualberto Godoy (1793-1864), el primero, a juicio de Domingo Sarmiento (hijo), “que ensayó en la República el metro de los payadores, haciendo versos notables, ya por la dulzura y el sentimiento de que están impregnados, ya por la sátira punzante que fustiga vicios y desmanes sociales, en la forma genuina del cantor gaucho”.
Los clásicos: La verdadera consolidación del género tiene lugar bajo la tiranía del gobierno de Juan Manuel de Rosas. Proliferaron en aquellos años los folletos y hojas sueltas que ponían en boca de gauchos las denuncias contra el gobernador de Buenos Aires. En este ámbito socio-político se inserta la obra del primer gran poeta gauchesco Hilario Ascasubi (1807-1875). En Montevideo comienza a editar a partir de 1829 el diario gauchi-político El Arriero Argentino, y en 1833 publica su primera composición gauchesca: Un diálogo cívico entre el gaucho Jacinto Amores y Simón Peñalva. Sus obras más conocidas las publica en París a partir de 1862: Santos Vega o Los Mellizos de la Flor, Paulino Lucero y Aniceto el Gallo. Estanislao del Campo (1834-1880), que como Ascasubi había luchado en las guerras internas del país del lado del general Mitre, comienza su actividad literaria en el periódico de marcado tono político Los Debates. En sus páginas aparecen sus primeros escritos gauchescos, publicados bajo el pseudónimo de Anastasio el Pollo (en clara referencia al libro de Ascasubi). En 1866 escribe su obra más importante, y una de las principales del género gauchesco: Fausto. Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta obra. Tal vez uno de los autores más recordados de este periodo sea el porteño Rafael Obligado (1851-1920). Fue fundador de la Academia de Ciencias y Letras. Su obra más reconocida es Santos Vega, que desde 1881 amplía el poeta en sucesivas ediciones. No hay que olvidar tampoco al uruguayo Antonio D. Lussich (1848-1928). Amigo íntimo de José Hernández, su obra principal, Los tres gauchos orientales (1872), pudo influir en el poeta argentino, que ese mismo año publicaba en Buenos Aires su Gaucho Martín Fierro. En 1873 Lussich publica también El matrero Luciano Santos.
Nacido en las afueras de Buenos Aires, José Hernández (1834-1866) iba a convertirse en el máximo exponente de la literatura gauchesca y padre de la literatura argentina. Su mocedad, a medio camino entre la ciudad y el campo, se vio bruscamente interrumpida en 1852 (el mismo año de la caída de Rosas), por la muerte de su padre (era huérfano de madre desde 1843) y su ingreso en milicias un año más tarde. Como el resto de los gauchescos principia sus escritos en diversos periódicos como La Reforma Pacífica (1856), El Argentino (1863) y El Río de la Plata (1869), ambos fundados por él mismo. En esta época se suceden los exilios debidos a motivaciones políticas. De vuelta en Buenos Aires en 1872 publica la obra que iba a consagrar el género gauchesco: El Gaucho Martín Fierro. Aparte del indudable valor literario, la importancia de esta obra reside en haber convertido a un personaje marginal de la sociedad argentina del momento, en poco menos, como se ha sugerido, que el representante principal de un pretendido “canon argentino”. No son pocas las voces (Lugones y Ricardo Rojas, por ejemplo) que han apelado al carácter heroico del poema para explicar este fenómeno desde una posición nacionalista. Otras opiniones, como la del crítico Calixto Oyuela, defienden que “el asunto del Martín Fierro no es propiamente nacional ni menos de raza ni se relaciona en modo alguno con nuestros orígenes como pueblo ni como nación políticamente constituida. Trátase en él de las dolorosas vicisitudes de la vida de un gaucho en el último tercio del siglo anterior, en la década de la decadencia y próxima desaparición de ese tipo local y transitorio nuestro ante una organización social que lo aniquila”. Como afirma, por otro lado, Emilio Carilla, “los pueblos necesitan mitos, y el pueblo argentino no es una excepción”; desde este punto de vista el éxito de Martín Fierro vendría a cubrir ese vacío mítico del que adolecían las letras argentinas desde los tiempos de la independencia. La libertad y la justicia como nudos temáticos, el estilo deliberadamente descuidado, el tono de queja y el lenguaje popular (sentencias, refranes, rasgos de oralidad, etc.), hacen de la obra de Hernández un verdadero fenómeno sociocultural, que iba a elevar a su personaje a la categoría de mito.
Siete años más tarde, en 1879, Hernández publica La Vuelta de Martín Fierro. En el texto que hace las veces de prólogo, es el propio Hernández quien insiste en los valores que considera principales a cerca de su obra: la universalidad del personaje y el carácter popular del poema: “El gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida naturaleza que en variados y majestuosos panoramas se extiende delante de sus ojos. Canta porque hay en él cierto impulso moral, algo de métrico, de rítmico que domina en su organización, y que lo lleva hasta el extraordinario extremo de que todos sus refranes, sus dichos agudos, sus proverbios comunes son expresados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con inflexible regularidad, llenos de armonía, de sentimiento y de profunda intención. Eso mismo hace muy difícil, si no de todo punto imposible, distinguir y separar cuáles son los pensamientos originales del autor y cuáles los que son recogidos de las fuentes populares” Convertido el gaucho en valedor principal del sentimiento nacional argentino, la literatura posterior va a abundar en idealizaciones y mitificaciones que explotan el arquetipo forjado por Hernández. La obra de Eduardo Gutiérrez, Juan Moreira (1882), principia una larga corriente de folletines gauchescos en los que el protagonista no es ya el gaucho salido de los campos, sino el gaucho enaltecido por los libros. Hay, no obstante, algunos autores que prolongan la visión del gaucho sin desvirtuarla, cuya nómina debería encabezar Ricardo Güiraldes (1887-1927). Güiraldes, que había pasado su infancia entre París y el campo argentino, representa, con la publicación en 1926 de su obra cumbre Don Segundo Sombra, el renacer del género gauchesco. Cabe también citar la obra narrativa de temática gaucha del novelista Roberto J. Payró.
2005

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